Él estaba un poco aturdido por la excitante mezcla de drogas y alcohol; además, las luces que se encendían y apagaban y el volumen al máximo hacían de ese ese momento una experiencia única. Esa noche se había marcado un paradigma en su vida: se había dejado llevar por las circunstancias. Ya no luchaba contra el enemigo de la inmoralidad, ni tampoco contra su conciencia. Se unió al placer momentáneo. Comenzó a vivir en excesos. ¿Cómo es posible que las drogas —legales e ilegales— que uno olvide todos sus problemas? Adriano estaba tan libre que ni siquiera reparó en esa pregunta.
Todo era muy simple: en ese momento él era completo. ¿Por qué completo? Porque no necesitaba nada, y podía hacer todo. Y todo lo que quería hacer era conocer a la mujer que estaba en aquella esquina que no albergaba a nadie más que a su propia esbelta silueta. La divisó a los lejos. Podía ver sus labios rojos encendidos incluso en la oscuridad. Ella era blanca como la nieve... esperen, ¿como la nieve? ¡De ninguna manera! Ella era blanca como la mejor cocaína. Nada podía detenerlo.
Adriano era dueño de sus acciones, y, por el momento, sus decisiones se ejecutarían sea como fuese. El corazón le latía a mil; otra razón más que indicaba cuán vivo estaba esa noche. Sabía que la mañana siguiente sería el mismo de antes. La oportunidad tenía fecha de caducidad, y esta era muy pronto.
Se acercó, tocó su rostro, y le preguntó su nombre.
—¿Cómo te llamas? Yo soy Adriano.
—Hoy no tengo nombre —dijo ella con una sonrisa escueta.
Él pudo observarla en su totalidad. Tenía el cabello negro y un tanto ondeado. Los tatuajes en el cuello le daban una apariencia sumamente sexual. Lo anterior se completa con el pequeño vestido de cuero que marcaba y apretaba todo su cuerpo. Era delgada, pero tenía una forma artística. Ella era lo más cercano a la perfección, ¿o a la perversión? Quizá ambos términos estén relacionados.
Él quiso continuar la conversación.
—Así que no tienes nombre... Genial, no quedarán pruebas del delito o pecado.
—Así es —dijo ella de forma entusiasta.
—¿Te puedo besar?
No recibió una respuesta literal, pero ella asintió acercando sus labios a los suyos. Tenía un aliento cálido que él sentía delicioso. Se propinaron unas caricias bruscas. Cada uno quería tener el control de la situación. Él cogió sus caderas y la frotó contra su cuerpo. La tocaba con el afán de tener el dominio, pero fue ella quién se adueñó de la situación. Después de todo, Adriano era un novel en ese tipo de experiencias.
Sin duda aquel beso con aquella chica, que desaparecería en unos cuantos minutos, fue el mejor que había recibido hasta esas alturas de su jodida vida. Ella besaba como ninguna. Tenía la lengua más rápida y atrevida. Podría decirse que —si tratáramos de hacer una conceptualización algo divertida— era una máquina de fabricar erecciones. Lamió sus labios y encías. Lo mordió hasta las orejas; causando, a cada momento, que él se estremeciera de placer. Esa lengua llegó hasta su garganta y, de alguna forma, violó la boca de su compañero de la noche.